miércoles, 1 de abril de 2009

Un maní en mi vida



Cuando el sol estaba en su máximo punto, una de mis primas me invitó a dar un paseo a otro pueblo; por la condición climática del momento, estaba segura que al pedir permiso a mi tía, en donde estaba de vacaciones, no lo iba a obtener; por esto decidí irme sin su autorización.

El mencionado paseo era a un pueblo bastante retirado y para no ir caminando mi prima y yo decidimos pedir prestadas dos bicicletas, de las cuales una estaba sin frenos y la otra sin cambios.

Aproximadamente eran las doce del mediodía y emprendimos el recorrido, sobre un camino que es conocido como terreno de caliche: tierra seca, piedras muy pequeñas y mucho polvo, cimentado sobre cerros con una inclinación semejante a la de las montañas.
Yo casi no tenía experiencia en manejar bicicleta y en lapsos no muy largos nos deteníamos, porque mi cuerpo estaba muy agotado, aparte el sudor en mi rostro no me permitía ver con claridad el camino.

Por el contrario Zorley mi prima, era una experta y llevaba la delantera, pero siempre volteaba para estar al pendiente de mí.

Me imagino que llevábamos como dos horas de camino cuando los cerros se hicieron mucho más inclinados y de pronto sentí que perdí el control de la bici en una bajada, no recuerdo si cerré los ojos pero si tengo muy claro que me empecé a tambalear, hasta que me fui de lado y mi cuerpo enredado en la bicicleta rodó y rodó hasta que termino el declive. Ya tirada en el suelo y muy adolorida, solo llamaba a gritos a mi prima, pero al parecer no escucho.

Bueno, mi mente solo pensaba en qué hacer, si todo lo me rodeaba era monte y fincas. Como pude tomé la bicicleta transformada en algo imposible de rodar y qué experiencia, el dolor en una de mis manos fue cual limón en una herida. Al mirar en mi mano derecha solo se percibía sangre y mucha tierra.

 A unos cuantos metros divisé algunas personas que ante el estropicio de mi caída habían salido de espectadores. Caminé hacia ellos, quienes me ayudaron al instante. En primer lugar me sentaron en una banca y una señora con cara de curandera empírica inició una inspección en mi cuerpo, tan meticulosa que detalló, contó y comentó con los presentes las heridas de mi cuerpo. Mano derecha, una herida de unos dos centímetros; codo izquierdo, lesión y raspadura; piernas, lesiones y muchos golpes. En fin, eran más las partes de mi cuerpo con heridas, excepto la cara, que aquellas sin algo de sangre.

Después de la típica cura de pueblo, gasolina con talco de pies, con lo que fui toda roseada, apareció Zorley, y su cara de asombro fue única; comentó que un amigo que vivía cerca a la vereda donde estábamos me podía llevar en moto. Y así fue, el mencionado me trasladó hasta al pueblo en el que estaba de vacaciones.

Sólo con ayuda me mi hermano logré bajarme de la moto y caminar hasta la tercera habitación de la casa de mi tía, y en una profunda ilusión, quedé dormida y al despertar  la realidad se tornó grisácea.

Y tratando de recordar qué había pasado, sólo escuchaba a lo lejos las voces y los comentarios de asombro de mis familiares.

Ahí estaba Diego, mi hermano, tocando mi rostro con cara de angustia por mi estado físico.

Lo esperado… un fuerte y humillante regaño de ésa, hermana de mi madre.

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